
«Esta vez, la historia no debería rimar con derrota»
El 23 de abril de 1521, en Villalar de los Comuneros, las tropas imperiales derrotaron al ejército comunero que defendía una causa profundamente arraigada en los pueblos de Castilla. Querían ser escuchados, tener voz frente a un poder lejano y ajeno, decidir sobre su futuro sin que todo viniera dictado desde fuera. La ejecución de Padilla, Bravo y Maldonado selló aquella derrota, pero su recuerdo aún pervive como símbolo de una lucha por la dignidad y la justicia.
Aquella revuelta, aunque aplastada, dejó sembrada una semilla de conciencia colectiva: la de que los pueblos tienen derecho a decidir, a opinar, a alzar la voz cuando sienten que son ignorados. No fue solo una batalla militar, sino un pulso entre el centro del poder y la periferia silenciada. Entre quienes ordenaban desde lejos y quienes vivían el día a día en Castilla. El espíritu de Villalar no murió con sus líderes. Se transformó en memoria activa, en advertencia y en reclamo.
Más de cinco siglos después, ese eco resuena, casi con las mismas palabras, en un lugar que entonces ni siquiera figuraba en los mapas del poder. Hoy no hay espadas ni caballos, no hay campamentos ni batallas. Pero sí hay malestar, hartazgo y movilización. Hay vecinos que salen a la calle, pancartas que claman desde las plazas de los pueblos, concentraciones a pie de vía. Hay un grito silencioso que exige lo mismo que aquellos comuneros: ser tenidos en cuenta.
El motivo actual no es la política imperial, sino la supresión de varias paradas de tren en la estación de alta velocidad Sanabria AV. Una decisión que, como entonces, se toma desde despachos lejanos, sin diálogo, sin comprender lo que significa para quienes viven allí. La historia cambia de forma, pero no de fondo. Hoy el abandono no se impone con lanzas, sino con horarios. La desconexión no se firma en edictos, sino en hojas de cálculo. Pero el resultado es parecido: una tierra que siente que la dejan atrás.
No se trata únicamente de trenes. Está en juego la dignidad, el respeto, la pertenencia. Porque cuando el tren no se detiene, lo que sigue su curso no es solo la locomotora. También se aleja la sensación de que se puede confiar en las instituciones, de que hay un proyecto común que no excluye a nadie. Si el tren no para, el mensaje que queda es que hay territorios prescindibles, ciudadanos de segunda, comarcas cuya voz pesa menos.
Las concentraciones que se están llevando a cabo en la estación y en los pueblos cercanos no son una queja pasajera. Son una expresión moderna del mismo impulso que llevó a los comuneros a levantarse. Con otros medios, con otras formas, con otros tiempos. Pero con la misma raíz: la de un pueblo que dice basta cuando se siente ignorado.
Sanabria y Carballeda, las dos comarcas más golpeadas por la reducción de paradas, apenas han figurado en los grandes relatos del país. La historia, tan dada a ensalzar gestas de reyes y nobles, no ha tenido demasiadas páginas para ellas. Apenas alguna mención circunstancial, siempre desde fuera. Pero esa aparente ausencia no significa vacío. Son tierras que han albergado generaciones enteras de vidas humildes, esforzadas, ligadas a la tierra con una relación profunda e indisoluble. Lugares donde lo cotidiano, lo invisible, lo que no sale en los libros, ha tejido una identidad tan sólida como silenciada. Por eso, cada recorte en servicios o infraestructuras no es una simple cuestión técnica, es un nuevo borrón sobre una memoria ya demasiado olvidada.
Cuando se inauguró la estación, no pocos lo vieron como un hito histórico. Una puerta abierta al futuro. Una forma de revertir el aislamiento de siglos y decir, por fin, que lo rural también cuenta. Que no todo se decide desde el centro. Que esta vez el progreso llegaba sobre raíles. Pero ahora, con cada parada suprimida, ese mensaje se diluye. Lo que era una promesa se vuelve sospecha. Lo que parecía integración se transforma en marginación.
Y no es solo Sanabria. Lo que ocurre en este extremo de la provincia de Zamora representa lo que sucede en muchos rincones del interior peninsular. Lugares donde cada vez es más difícil vivir sin renunciar. Donde cada conexión perdida es un argumento más para marcharse. Donde la alta velocidad no siempre es sinónimo de igualdad, sino a veces de olvido rápido.
El paralelismo con Villalar no es exagerado. Entonces también se luchaba por ser parte de las decisiones, por no quedar relegados, por no ver cómo los designios se dictaban lejos y con lógica ajena. Aquella revuelta fue vencida, sí, pero no extinguida. Su llama sigue viva en cada gesto de resistencia cívica, en cada reivindicación de la Castilla interior, en cada protesta como las que ahora se organizan en Zamora y Sanabria.
Hoy, como entonces, no se busca alterar el orden establecido. No se trata de desafiar instituciones ni de redactar manifiestos revolucionarios. Lo que se pide es tan básico que resulta desconcertante tener que reclamarlo: que el tren pare, que se mantenga lo que una vez se prometió, que no se convierta una infraestructura pensada para unir en un símbolo más de separación.
Lo que está en juego no es solo una estación, ni siquiera una comarca. Es el modelo de país que queremos construir. Uno que puede cohesionarse desde la equidad o fragmentarse desde la indiferencia. Un país en el que el progreso llegue a todos o en el que algunos solo puedan verlo pasar, literalmente, sin poder subirse a él.
Si las decisiones que afectan a los territorios rurales se siguen tomando sin escuchar, el resultado será parecido al de Villalar: desafección, agravio, distancia. Y, como entonces, la respuesta no será violenta, pero sí firme. Porque nadie quiere vivir condenado a contemplar cómo su tierra se vacía, cómo sus hijos se marchan y cómo su futuro se aplaza otra vez.
Las concentraciones que se están llevando a cabo en la estación y en los pueblos cercanos no son una queja pasajera. Son una expresión moderna del mismo impulso que llevó a los comuneros a levantarse. Con otros medios, con otras formas, con otros tiempos. Pero con la misma raíz: la de un pueblo que dice basta cuando se siente ignorado.
Hoy, por fortuna, no hay hogueras, ni verdugos ni cadalsos. Pero sí hay una nueva forma de injusticia: la de la indiferencia disfrazada de tecnocracia, la de las promesas vacías, la de los proyectos que se venden como logros, pero se desmontan en silencio. La de las infraestructuras que se inauguran con discursos y se desmantelan con correos internos.
Por eso, esta vez, la historia no debería rimar con derrota. Si algo hemos aprendido de Villalar es que no hay pequeñas causas cuando lo que se defiende es la dignidad. Que rendirse sin haber luchado es la única derrota segura. Y que, en Castilla, cuando los pueblos se alzan, aunque sea con pancartas, es porque han comprendido que no hay otra forma de que se les escuche.
Que el tren vuelva a detenerse donde debe. Que las decisiones escuchen el pulso de la tierra. Que no se imponga la lógica de la desconexión. Y que la memoria de Villalar de los Comuneros, lejos de quedar anclada en los libros de historia, siga viva en los andenes de Sanabria AV. Porque hoy también se libra allí una batalla por el respeto y por el derecho a seguir formando parte del mapa.