Francina Redorta, la herbolaria ahorcada por vieja, viuda, pobre… y bruja

Comparte este artículo:

“Al principio, Francina Redorta negó que fuera una bruja. Pero todos en Menàrguens sabíamos que lo era. Y bien que lo confesó en cuanto la torturaron, entre alaridos de dolor, llantos, Dios míos e invocaciones a la Virgen. En la espalda tenía la marca del diablo, que afloró con agua bendita. ¿Quién podía dudar de sus tratos con el Maligno? Era vieja, viuda y pobre. Y tenía ollas con pócimas y ungüentos. Recibió lo que se merecía”.

Este entrecomillado es ficticio. Francina Redorta, no. El 3 de octubre de 1616 la viuda de Miquel Redorta, de Menàrguens, en Lleida, fue condenada “per bruixa i metzinera” (bruja y envenenadora). La ahorcaron desnuda de cintura para arriba, como reflejó el escribano del proceso. Suyo es el único dibujo que tenemos de una bruja catalana, que se guarda en el archivo del monasterio de Poblet (documento 19, armario II, cajón 9).

Francina Redorta nació en Menàrguens, pero podría haber nacido en otros municipios de Lleida: Castelló de Farfanya, Montclar d’Urgell, Bellpuig o Torregrossa. O de Barcelona: Prats de Lluçanès, Sallent, Santpedor, Manresa o l’Esquirol, donde hubo juicios parecidos. Las tierras más afectadas fueron el Rosselló y la Cerdanya. Se cree que entre el siglo XV y el XVIII Catalunya ejecutó un millar de brujas (y algunos brujos).

Pocos eruditos lo han resumido mejor que el arqueólogo, naturalista y explorador Jordi Serrallonga: “Primero asesinamos a Hipatia, por ser mujer y sabia; después procesamos a Galileo, cuando nos sacó a bailar en torno al sol; quemamos a las brujas y hechiceras, en posesión de conocimientos médicos reales, y acabamos mofándonos de Darwin por osar plantear que descendíamos de un pequeño y peludo simio africano”.

Francina fue una de esas mujeres de las que habla el profesor Serrallonga en Dioses con pies de barro (Crítica). Sus remedios consistían en sustancias naturales y trapos humedecidos en vinagre, además de oraciones y avemarías. Catalunya tenía una rica tradición que ha llegado hasta nuestros días: las remeieres y trementinaires. Estas herbolarias y curanderas se pasaban sus recetas y conocimientos sobre plantas curativas de unas a otras.

La trementina, de ahí el nombre con el que eran conocidas, era su producto estrella. Se obtenía de la resina del pino y tenía un sinfín de usos, desde repelente de insectos a desinfectante. Pero en una sociedad en busca de chivos expiatorios por fenómenos que no entendía, como las plagas que arruinaban los cultivos, la frontera entre trementinaires y metzineres, entre curanderas y emponzoñadoras, se fue difuminando cada vez más y más.

El Parlament de Catalunya reconoció el 26 de enero del 2022 que mujeres como Francina Redorta fueron “víctimas de una persecución misógina”. La resolución aprobada por sus señorías subrayaba que “no eran brujas, sino mujeres” y se conjuraba para promover “acciones de desagravio”, además de reparar y dignificar “la memoria histórica de las inocentes injustamente condenadas, ejecutadas y reprimidas a lo largo de la historia”.

El Parlamento de Navarra impulsó una medida similar en el 2019, siguiendo la estela de Escocia, Suiza y Noruega para honrar a quienes confesaron a base de palizas y torturas. Las acusadas era atadas sobre un banco y les dislocaban los brazos. Si resistían, las suspendían de las manos y les ataban a los pies pesos para aumentar el dolor. A Francina Redorta le colocaron dos piedras “de dos arrobas cada una” (en total, unos 50 kilos).

Nuestra protagonista era una anciana de 45 años, muy vieja para aquellos días del siglo XVII. Era herbolaria y debía tener conocimientos que para los ignorantes eran sin duda cosa del Diablo. Así lo creían quienes la denunciaron, entre otras, sus vecinas Jerónima Soldevila, Elisabet Canyelles, Margarita Vivor o las hermanas Quexelós, una de las cuales declaró: “Yo, señor, la tengo por bruja y envenenadora, como todos en el pueblo”.

La culparon de las malas cosechas, del granizo que arruinó los campos, de… Lo mismo le pasó a la leridana Valentina Guarner, del Pallars Sobirà. O a las barcelonesas Maria Pujol, de Prats de Lluçanés, y Elisabet Martí, de Seba. Quizá todas admitieron inicialmente ser curanderas, pero “acabaron haciendo voluntaria confesión tras las torturas”, como dijo el escribano de Francina Redorta, no se sabe sin con cinismo o ingenuidad.

A pesar de la leyenda negra sobre la Inquisición española (que aparece incluso en un cuento de Poe sobre un general de Napoleón), la caza de brujas entre nosotros fue residual en comparación con la del resto de Europa, donde empezó en 1450 y se prolongó hasta 1750 (¡1750!). Agustí Alcoberro, doctor en Historia y autor de Bandolers i bruixes a la Catalunya dels segles XVI i XVII, ha estudiado esta “intensa oleada represiva”.

El delito de aquellas inocentes era andar entre ollas con hierbas y remedios. Casi todas fueron ahorcadas, no quemadas, al menos en Catalunya, donde la mayoría de ejecuciones tampoco fueron obra del Santo Oficio, sino de tribunales civiles locales. Las insidias o las envidias acabaron con desgraciadas como ellas confesando entre martirios “muchos y diferentes maleficios”.  La única verdad es que eran pobres, viejas… y sabias.

Comparte este artículo: