Navidad en chancletas

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Hay muchos modos de celebrar las fechas festivas, tantos como familias existen. En Cuba, siempre ha sido costumbre más o menos general hacer algo especial el 24 de diciembre, casi siempre una cena en familia.

En los últimos años, a la misma velocidad de la penetración de Internet, del aumento de la emigración -y el consecuente intercambio con los seres queridos aquí- y de la importación de artículos foráneos, ha crecido la práctica de celebrar el advenimiento de la Navidad con todo lo que eso supone en el extranjero en la actualidad: Papá Noel, decoración navideña, regalos, etc.

Son cosas de la globalización, ante las cuales algunas personas se escandalizan, y otras se entusiasman, las ignoran, o las asumen a medias.

La razón por la cual en un país donde ni siquiera nieva esta fiesta se entroniza cada vez más, son múltiples y no sencillas de explicar. No hay que condenarla y tampoco asumirla acríticamente. Tampoco insultar la inteligencia de quien la disfruta.

Podría hablarse de transculturación, de cómo han fenecido tradiciones propias, de qué productos culturales consumimos y de mucho más; podríamos, incluso, preguntarnos si no es un proceso inevitable, o si no es de suponer que las familias aprovechen toda oportunidad posible de hacer juntas algo novedoso y divertido.

La reflexión está abierta, pero lo más importante -quizá- sea pensar hasta dónde el consumismo nos domina y nos ordena; y las apariencias compulsan. Ese tal vez deba ser nuestro límite.

Las «felices fiestas» en todo el mundo suponen la carrera angustiosa de muchas familias por comprar regalos y ropa de estreno cuando apenas les alcanza para el día a día; así como fotos alrededor del árbol, para compartir en redes sociales una felicidad que no siempre es tal.

Cuando lo importante no es tener un detalle que alegre a los niños, estar juntos en familia y crear recuerdos bonitos, sino que nuestro hijo tenga el regalo más grande de la cuadra, y que el resto de la humanidad vea en Instagram el «outfit» que nos estrenamos o la decoración fastuosa que pusimos, todo está al revés.

Este 24 de diciembre, en casa hicimos una cena, nos vestimos bonitos (pero en chancletas, porque los pies no iban a salir en la foto), preparamos bolsitas con confituras para los niños -hasta donde alcanzó el presupuesto-; intentamos una especie de leyenda cubanizada sobre un personaje misterioso que trae regalos a las casas (no nos creyeron nada), bailamos con el reguetón escandaloso del vecino, y nos pusimos unas orejas de reno que nos habían regalado y que estaban comiquísimas.

La pasamos bien, a nuestra forma, y poco puede haber más importante que eso. Que la Navidad sea nuestra y disfrutable, y no una coyunda ni un estándar que nos entristezca, por no poder llegar a él. Que sea una fiesta del ser y no del tener, ahí es probable que esté el secreto.

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