- Tras abandonar Masueco y Aldeadávila, el Gran Río nos dejaba en el capítulo anterior en el Salto que Iberduero levantó hace medio siglo en esta localidad. En esta nueva entrega, el Duero sorprende de nuevo en su discurrir por las localidades de Mieza y Vilvestre, municipios que mejor conservan el tipismo de La Ribera y que ofrecen la parte más desconocida de su Historia.
En el capítulo anterior, el Duero daba un nuevo gemido en el Salto de Aldedávila, donde las cavernas excavadas en la más pura roca cautivaron a David Lean para su Doctor Zhivago y más tarde a Antonio Mercero para La cabina, y es aquí donde tras cobrar aire bajo la presa, sus aguas vuelven a dulcificar el paisaje en el convento franciscano de Santa Marina de La Verde, lugar en el que los monjes alcanzaban el país vecino en un vado del Gran Río y que Miguel de Unamuno, en uno de sus viajes por estas angostas tierras, describió así:
“Dimos, por fin, vista al Duero y con él a un paisaje dantesco, tal cual los imaginara Gustavo Doré. En lo alto, apuntados picones que se asoman al abismo, peñas y aserradas crestas; a lo largo, inmensas escotaduras que encajándose de un lado y de otro, en la disposición llamada de cola de milano, forman la garganta por cuyo hondón corre el río. Los enormes cuchillos van perdiéndose en gradación de tintas hasta ir a confundirse con la niebla(…). En el fondo de estos tajos incuba el sol que da gloria. No lejos de Laverde hay en la garganta un paso llamado de la Bodega, tal vez por esa incubación. El sol caldea los arribes, resguardados de los vientos y las brisas que hielan la meseta, y saca de ellos una vegetación potente y propia de otras latitudes. Crecen olivos ingeridos en zambullo o acebuche, tapizan las vertientes oloroso tomillo, flores de monte, nardos; la cubren gamonas, jaras madroñeras, anguelgues, jidigueras (cornipedreras) y retuerce sus recias y nervudas ramas entre rocas el bravío joimbre, cuyas raíces luchan con las entrañas de la peña para dar de beber a su enmarañada mata luz del sol (…)”.
Un poco más abajo, el Duero retoma aire en el arroyo del Ropinal, un nuevo piélago que le serena tras retorcerse entre naranjos y limoneros, el Cuerno. Desde aquí, cada abril divisa el manto blanco de los cerezos que cubren de novia a Las Arribes; bellas, exultantes de vida y dispuestas para la preñez de sus viñas y olivos, y con la corona encarnada que le colocan los almendros, ya enamorados; y en lo más alto, donde el Río se pierde entre el mayor bosque de almeces (ojaranzo) de Europa, el Picón de la Code aparece erguido, orgulloso, poderoso, un General escoltado por cuatro gigantes de granito, los Cuatro Evangelistas que llaman los de La Ribera, cuatro alféreces que se asientan de dos en dos a cada lado del Gran Río.
Por entre gruesos carrascos y valientes robles que envuelven la ladera de un manto verde discurre el GR-14, un serpenteante y empinado sendero, en algún tramo empedrado y hasta con escalones que orientan al caminante a la Peña la Salve, muestra al Duero los Cinco Culos, mole de la que cuenta la leyenda que las cinco pilancas que la coronan son la huella de las posaderas de otros tantos contrabandistas que huyendo de los carabineros fueron capaces con su sudor de reblandecer el más duro granito.
El camino continúa por Los Reventones de Mieza, siempre bajo la atenta mirada, de nuevo tranquila, del Padre Duero. La Virgen de la Code aguarda paciente en su pequeña cueva. Este es, sin duda, el mirador que hace del hombre algo insignificante. Desde este asomadero natural, hoy adaptado para la visita del turista, se divisa el mayor tramo del Duero internacional; nueve kilómetros a vista de pájaro y que preside abajo, en lo hondo, el Gran Río; de nuevo adormecido, moribundo, pero aún sereno para contemplar entre sollozos, que se vuelven bruma, el majestuoso vuelo de los buitres que acarician su alma.
Y es en Mieza donde sus habitantes tienen la hospitalidad por bandera. Y es este, además, uno de los pueblos de La Ribera que mejor conserva el tipismo arribeño, calles estrechas y abalconadas, fachadas de piedra y otras encaladas a las que ponen color los geranios en su calle de la Ortiga. De una profunda tradición religiosa, como sucede en la mayoría de los pueblos de La Ribera, sus costumbres se mantienen casi intactas, y aquí conservan gran devoción a la Virgen del Amparo y a la Virgen del Árbol. Entre sus joyas culturales se encuentra la ofrenda que las Madrinas realizan a principios de septiembre a la Virgen del Árbol, y que consiste en roscas elaboradas con almendras que son subastadas para beneficio de la Parroquia. Una auténtica obra de arte.
Vilvestre
Pero el Río continúa su camino, ahora incluso más tranquilo, para refrescar tierras de Vilvestre. Sus aguas se adormecen de nuevo ante la presa de Saucelle, pero mantienen su brillo para alegrar la sonrisa de encinas y alcornoques.
Pocos recuerdan ya el ilustre apellido ribereño de Vilvestre, con Mieza, uno de los pueblos en los que aún puede apreciarse de forma notable el peculiar acento de La Ribera, habla que ha sido objeto de estudio por reconocidos lingüistas a lo largo del siglo XX, desde Unamuno a Antonio Llorente Maldonado de Guevara, por citar algunos de los más importantes, pues es este rasgo uno de los que en gran medida define a los habitantes de todo este territorio. Y esto es debido, principalmente, al aislamiento de que fueron objeto durante siglos, una circunstancia que viene condicionada por sus características orográficas y geográficas.
Y son esas circunstancias por las que, a pesar de la rivalidad que siempre hubo en ambas márgenes del Gran Río, sus habitantes estuvieron condenados a entenderse. El Duero, al mismo tiempo que frontera natural, con el tiempo fue hermanando a sus pueblos, pues todos se debieron siempre a él, algo que el hombre acabó por comprender. Sus aguas pasaron de barrera infranqueable a cordón umbilical de su nueva criatura, La Raya.
Y es en este tramo de Raya húmeda donde los hombres se hermanaron en La Barca y en La Congida para hacer del Duero su padre. Desde hace varios años, Vilvestre y la Cámara lusa de Freixo ofrecen paseos fluviales por este tramo del río, un auténtico vergel donde florecen naranjos y limoneros que salpican el verdor pálido de olivares que envidian en febrero la blancura de los almendros.
Pero además, el Gran Río muestra aquí su Historia, la de civilizaciones anteriores al paso de los romanos que conquistaron esta Lusitania interior. En su Casa de los Frailes, Vilvestre encierra entre lajas y dinteles de piedra uno de los tesoros mejor guardados y desconocidos de cuantos esconden Las Arribes: su Historia, una historia que va más lejos de los franciscanos de La Verde, de las calzadas romanas en busca de la Vía de la Plata, más allá –incluso– de vetones y vacceos, una historia que se remonta al principio de los tiempos de la humanidad, cuando el hombre descubrió las herramientas que le harían el más fuerte sobre la faz de la tierra.
Dos millones de años antes de que vetones y vacceos dominasen el valle del Gran Río, Las Arribes guardaban celosamente grabados del paso de los primeros hombres; bifaces en forma de cuchillos y hendidores como hachas que facilitaban la caza, son piezas únicas que se reservan en este Museo de la Prehistoria de Las Arribes
Junto a utensilios del Paleolítico Inferior, el caminante puede observar piezas del Paleolítico Medio y del Calcolítico, además del que algunos expertos aseguran es un taller del Neolítico, lugar en el que los hombres comenzaron a forjar sus nuevas herramientas, lo que demostraría la importancia que este enclave adquirió para los primeros pobladores del bajo Duero, descubridores de atalayas naturales que se izan sobre el alma del Duero a 600 metros de altura.
En Montegudín y Valdivieso el Gran Río se engrandece, orgulloso observa el delicado vuelo de las garzas y contempla intranquilo la llegada de nuevos inquilinos, una bandada de cormoranes que le hacen palidecer y preguntarse a dónde le ha llevado el hombre.
Continuará.
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