Los días del golpe militar contra Salvador Allende

El Palacio de la Moneda durante el golpe de Estado a Salvador Allende. Foto: Archivo.
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El vuelo rasante de los aviones caza Hawker Hunter sobre el centro de Santiago conmovió a los seis periodistas que el martes 11 de septiembre de 1973 permanecíamos en las oficinas de Prensa Latina en Santiago de Chile.

El motivo no fue el atronador ruido de sus turbinas Rolls Royce, sino porque mostró la verdadera cara de los militares que impulsaron el golpe de Estado contra el gobierno constitucional del presidente Salvador Allende, el primer gobernante socialista elegido en las urnas.

En silencio, Jorge Timossi (argentino), Pedro Lobaina y Mario Mainadé (cubanos), Jorge Luna (peruano) y los chilenos Orlando Contreras, que había llegado la noche anterior desde La Habana, y quien esto escribe, miembro de la corresponsalía, observamos la columna de humo que se elevaba del Palacio de La Moneda.

Desde allí, poco antes, el presidente había enviado el que sería su último mensaje, en el cual llamó al pueblo a “no inmolarse”.

El ataque con rockets a la sede de gobierno, construida en 1784 para servir como Casa de Moneda (de allí su nombre posterior), fue solo el último episodio de una campaña del terror montada por Washington, con ayuda de la derecha chilena, con el objetivo de impedir la elección de Allende en su cuarta postulación a la Presidencia.

El proceso había empezado mucho antes que el almirante José Toribio Merino y el general del aire, Gustavo Leigh, junto con generales de segundo orden del Ejército, a los que a última hora se sumó Augusto Pinochet, planearan el derrocamiento del presidente Allende.

La estrecha victoria de Allende, abanderado de la Unidad Popular, en las urnas había puesto en un aprieto a los perdedores. Por tradición, el Congreso respetaba la primera mayoría, pero en esta ocasión, las presiones para ignorar esa tradición, de la cual se enorgullecían los políticos chilenos, eran muchas y muy fuertes, al igual que la demanda de quienes respaldaban a Allende.

Nunca supe porqué le decían Chicho, y menos la razón por la cual el 4 de septiembre de 1970, al interior de la cámara secreta para emitir mi voto en la elección presidencial, grité: “tira p’arriba Chicho hombriii”, exclamación que me valió una reprimenda del presidente de la mesa receptora de sufragios y la amenaza de ser detenido si continuaba haciendo propaganda.

Salí en silencio, pero esa noche pude gritar “Chicho, Chicho” junto a otras miles de personas que nos reunimos en la Alameda Bernardo O’Higgins para celebrar el triunfo, el cual dos meses después, el 4 de noviembre, lo conduciría a asumir la Presidencia de Chile.

Pero el camino no iba a ser fácil. A las “garantías” exigidas por el Congreso al presidente electo se sumaba la creciente acción violentista de la ultraderecha que, desesperada por la inminente toma de posesión de Allende, intentó (el 22 de octubre) secuestrar al Comandante en jefe del Ejército, general René Schneider, quien fue baleado al resistirse a la acción planeada para inculpar a la “ultraizquierda”, motivar una asonada militar e impedir que el Congreso ratificara a Allende.

Schneider, quien proclamaba que el Ejército debía reconocer la voluntad expresada en las urnas, murió tres días después víctima de las heridas recibidas, pero el Congreso no mordió el anzuelo y ratificó a Allende como presidente.

Para la derecha chilena, la asunción de Allende fue solo un revés transitorio que la llevó a incrementar los atentados, a provocar protestas violentas, desabastecimiento de alimentos y de artículos de primera necesidad, cierre de industrias y a boicotear la economía.

La nacionalización del cobre, el principal producto de exportación y que estaba en manos de empresas estadounidenses, fue un pretexto válido para la intervención de Washington a través de la CIA, que tuvo su punto culminante el 11 de septiembre de 1973.

La periodista Elena Acuña, la única mujer integrante de la corresponsalía de PL en Santiago, me avisó esa mañana temprano que el golpe había comenzado antes de las siete de la mañana en el puerto de Valparaíso, y que la insurrección estaba siendo acatada por todos los cuarteles a lo largo del país.

Casi una hora después, cuando llegué a la oficina, tras cruzarme con destacamentos militares que se distribuían por diferentes puntos de la ciudad, mis compañeros ya estaban trabajando, interrumpidos a veces por periodistas chilenos que, preocupados por nuestra suerte, llegaban a expresar su solidaridad.

Poco después del bombardeo del Palacio, Elena, a regañadientes, había aceptado la orden de Timossi de aprovechar una breve tregua dictada por los militares para llevar a su departamento, también cercano a La Moneda, documentos de la agencia y permanecer allí en compañía de su pequeña hija.

Escribiendo directamente en los teletipos, nosotros intentábamos estructurar resúmenes de la situación, pero éstos eran constantemente superados por los hechos que se sucedían en forma vertiginosa.

Uno de esos nos afectó de forma particular: alguien, probablemente un militar, nos cortó la señal y con ello enmudeció nuestros teletipos, y la expedita comunicación con La Habana.

Una llamada telefónica a la corresponsalía de PL en Buenos Aires, Argentina, que se mantuvo abierta durante horas, nos permitió seguir trabajando, pero no por mucho tiempo.

Una veintena de soldados, jóvenes reclutas con arreos de combate, se presentó en la oficina tras allanar (o más bien destruir con saña) la vecina redacción de Punto Final, una importante revista de izquierda.

Los soldados, que lucían nerviosos y cansados, nos pusieron contra la pared y con sus fusiles en nuestras espaldas nos registraron antes de ordenar sentarnos en el piso.

El allanamiento, violento por momentos como cuando reventaron un afiche del Che contra el respaldo de una silla, o cuando pusieron a Lobaina y a Mainadé como escudos humanos en un balcón durante un tiroteo, duró horas.

Solo fue interrumpido cuando un general que citó a Timossi a una reunión en el Ministerio de Defensa, junto con otros corresponsales, ordenó suspender el operativo y escoltar al jefe de la oficina.

Fueron horas tensas las que vivimos hasta su regreso. La muerte del presidente Allende y del periodista Augusto Olivares en el Palacio incendiado, nos habían impactado, así como noticias de enfrentamientos en barrios obreros, detenciones masivas en centros fabriles y universidades, y la incertidumbre sobre el paradero de familiares y amigos, pero nuestra voluntad seguía incólume.

Esa noche, con Luna, montábamos la primera guardia en la oficina de PL, ubicada en el último piso de un edificio situado a solo dos cuadras del bombardeado palacio, cuando surgió el ruido de un motor del elevador amplificado por el silencio de un edificio que se suponía vacío.

Pensé en el Chicho, quizás, un subconsciente homenaje al presidente mártir que solo horas antes había cumplido su palabra de ‘pagar con su vida la lealtad del pueblo’.

Ráfagas de metralletas, tiros aislados, ulular de sirenas y el misterioso desplazamiento de vehículos particulares cuando estaba vigente un estricto toque de queda, alteraban una noche en la cual ninguno de los seis periodistas de PL pudo dormir.

El miércoles 12, una llamada telefónica nos anunció que seríamos recogidos por militares y funcionarios diplomáticos para ser trasladados a la embajada cubana antes de ser expulsados del país.

Esa noche el motor del elevador volvió a ponernos en estado de alerta. Un coronel y su escolta llegaron para trasladar a todos, menos a uno, el autor de esta nota.

Solo pude salir de Chile en febrero de 1974, cuando llegue a la central de PL en La Habana para iniciar un periplo de 18 años como redactor y como corresponsal en varios países de la región.

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