Golpismo y democracia

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Hace ya más de un año, un sector del 15-M propuso rodear el Parlament de Catalunya para protestar contra los recortes sociales más drásticos aprobados desde tiempos del franquismo . Los convocantes sostenían que los partidos pro-ajustes habían traicionado sus promesas electorales y habían subordinado las instituciones públicas a poderes privados sin legitimidad alguna. En un momento de la protesta, hubo insultos y empujones a algunos diputados, pero los incidentes no fueron a más. La respuesta del gobierno de Artur Mas y de buena parte de la oposición fue sin embargo airada. Ya entonces, los manifestantes fueron acusados de “golpistas”, y el conseller de Interior Felip Puig prometió utilizar contra ellos todo lo que la ley permitía y más allá si fuera necesario. La operación de criminalización resultó tan tosca que a los pocos días generó una nutrida movilización de repudio en las calles de Barcelona.

La represión de Madrid de la última semana ha reditado de manera más drástica y patética los hechos de junio de 2011. Y lo ha hecho en un contexto más grave aún que el de hace un año y medio. Durante todo este tiempo, en efecto, la impotencia y la complicidad del gobierno con los recortes impuestos por la troika no han dejado de agudizarse. La mayoría de los ajustes se ha aprobado a través de decretos leyes, con mínima o nula discusión parlamentaria. Hasta la Constitución, supuestamente intocable, se ha puesto al servicio de los grandes acreedores con la vergonzante reforma exprés del artículo 135. Sin embargo, la propuesta de algunos colectivos de rodear pacíficamente el Congreso para “rescatarlo de un secuestro que lo ha convertido en un órgano superfluo” ha sido tratada como un acto contra la seguridad del Estado.

Con mayor saña que los dirigentes convergentes, el Partido Popular desplegó una  campaña de criminalización preventiva de los convocantes acusándolos de “peligroso exaltados”, de “turbas incontroladas” e incluso de “nazis”. La delegada de gobierno, Cristina Cifuente, la secretaria general del partido, Dolores de Cospedal, e incluso algunos diputados del PSOE, no dudaron en sacudir también aquí el espantajo golpista. Esta construcción de la manifestación del 25-S como hecho delictivo antes incluso de su celebración, preparó el terreno para la perpetración de una cadena de actuaciones arbitrarias, muchas de ellas claramente ilegales. Hubo personas detenidas solo por desplegar banderas. Otras, simplemente por reunirse, fueron objeto de la insólita acusación de haber delinquido “contra los altos organismos de la Nación”. Con un hemiciclo parapetado tras casi dos mil agentes antidistrubios, los porrazos indiscriminados en la plaza Neptuno o las persecuciones por los andenes de la estación Atocha pusieron en evidencia a unas instituciones sordas a los reclamos ciudadanos.

Esta tendencia a descalificar como “golpista” cualquier protesta capaz de desbordar la interpretación gubernamental de los “intereses de Estado” no se ha limitado a las movilizaciones como las del 25-S. El propio gobierno de la Generalitat de Catalunya, otrora inquisidor, ha pasado él mismo a engrosar la lista de los “sediciosos” acusados de desafiar ilegítimamente la legalidad constitucional. Lejos de constituir una simple maquinación del ejecutivo catalán, la iniciativa aparece estrechamente ligada a las consultas ciudadanas por el derecho a decidir celebradas en numerosos municipios en los últimos años y a la masiva movilización del 11-S, y cuenta con un amplio respaldo en el parlamento autonómico. Sin embargo, ha sido tratada como una oscura conspiración que merece ser frenada por todos los medios.

Buena parte de los dirigentes del PP que por la mañana pedían dureza y ejemplaridad contra los manifestantes del 25-S, desempolvaban por la tarde los artículos 2, 8 y 155 de la Constitución de 1978 para recordar que el uso de la fuerza, incluida la militar, era una de las posibles respuestas “legales” a la propuesta catalana. . Muy lejos de la actitud contemporizadora del Reino Unido con el referéndum de autodeterminación escocés convocado para 2014, esta reacción ha evocado lo peor de la España cerril y autoritaria de 1934 y 1981. La confianza, precisamente, en que las fuerzas armadas puedan actuar como elemento de cierre de las interpretaciones mas restrictivas del marco constitucional es seguramente lo que ha llevado al eurodiputado conservador Alejo Vidal Quadras a extremar las bravuconadas y a instar al gobierno central a “preparar un general de brigada de la Guardia Civil” por si hubiera que invadir Catalunya. El gobierno, en todo caso, no ha tenido dificultades para reclutar aliados tanto en el PSOE como en otras fuerzas de ámbito estatal y autonómico. En el Parlament de Catalunya, Albert Rivera, del españolista partido Ciutadans, se adelantó al PP a la hora de desenfundar el golpismo, esta vez contra Mas. De un argumento similar se sirvió su compañera Rosa Díez, de la también nacionalista UPyD, para exigir la criminalización del derecho a decidir, en una línea similar a la impulsada en su día por José María Aznar.

En el fondo, la forma en que se han venido despachando las numerosas propuestas y movilizaciones desatadas por la crisis no es solo una cuestión de arrogancia o de intransigencia política. La ofensiva anti-social, represiva y recentralizadora de los últimos años tiene que ver, ciertamente, con la crisis financiera y con la propia deriva mercantilizadora del proceso de integración europea. Pero hunde sus raíces, también, en un marco constitucional que nació condicionado por el ruido de sables y que ha ido perdiendo con el tiempo sus de por sí limitadas potencialidades democratizadoras, tanto en materia social como de organización territorial. Esta singularidad del caso español, de hecho, permite establecer algunas diferencias nada desdeñables respecto de otros marcos constitucionales con un origen claramente anti-fascista, como el portugués nacido de la revolución de los claveles. De hecho, no es descabellado otorgar a esta marca de origen un peso a la hora de explicar fenómenos como la menor virulencia de la policía lusa frente a las recientes movilizaciones anti-ajustes. O como la existencia de sectores de las fuerzas armadas que, en lugar de soltar soflaman amenazantes, han mostrado su solidaridad con unas protestas que han conseguido arrancar al gobierno de Passos Coelho el compromiso de replantear su programa de recortes.

Desde esa perspectiva, es innegable que en las manifestaciones y protestas que están teniendo lugar en estas semanas, hay una corriente de fondo destituyente, que está poniendo severamente en cuestión el futuro de la restauración borbónica iniciada tres décadas atrás. Pero este tipo de impulsos, que en parte se amparan en la legalidad vigente pero que también pretenden romper con ella, no son una amenaza para la democracia. Representan, por el contario, la única esperanza de que ésta pueda sobrevivir y refundarse, aquí y en Europa, a partir de procesos constituyentes capaces de revertir el auténtico “golpe” oligárquico que, con más violencia que argumentos, se viene gestando hace tiempo antes nuestros ojos.

 

Gerardo Pisarello y Jaume Asens
Juristas y autores de ‘No hay derecho (s): la ilegalidad del poder en tiempos de crisis’

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