Fascismo, misoginia y subvenciones

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El otro día me hicieron una entrevista para la web www.feminicidio.net sobre el asunto de los trolles machistas y dicha entrevista me ha llevado a repasar los mensajes que me envían mis trolls particulares. El troll es ese personaje habitual ya en las redes sociales que merece un estudio que sin duda alguien estará haciendo. Cualquiera que tenga un blog o que se prodiga públicamente en las redes se ha enfrentado a sus propios trolls y los conoce. Yo tengo los míos en mis blogs y recibo una media de diez o doce mensajes de este tipo a la semana, los conozco bien.

Los trolls son, casi necesariamente fascistas, lo sepan ellos o no.  El fascismo al fin y al cabo es esa ideología brutal que en tanto no disponga de ningún poder de legitimación, necesita del anonimato para expresarse porque no tiene otro cauce para hacerlo. Los trolls son también especialmente misóginos, sobre todo misóginos, diría yo, lo que demuestra las conexiones muy a menudo olvidadas entre fascismo y misoginia. La razón de que los trolls sean especialmente misóginos tiene que ver con que incluso los fascistas tienen medios de expresión más o menos públicos y legítimos, como los medios de comunicación de extrema derecha tipo Intereconomía, pero en cambio y por ahora, la misoginia evidente está proscrita  incluso en esos mismos medios por lo que a estas personas sólo les queda convertirse en trolls para expresar una ira que se ha constituido  en parte de su identidad.

No me estoy refiriendo a aquellos hombres que discuten –más o menos agriamente- leyes de inspiración feminista y que esgrimen razones, equivocadas o no, y puntos de vista que pueden ser machistas.  Me estoy refiriendo a hombres que no tienen otra razón en sus insultos que un rencor personal hacia las mujeres tan grande, que no puede encontrar otra vía de expresión, ni de tranquilidad, que este anonimato para poder expresar  los insultos machistas más gruesos posibles. La mayoría de ellos se sienten personalmente perjudicados por el feminismo, la mayoría de ellos son personas en proceso de separación o divorcio que se han sentido heridos en su amor propio, su masculinidad, su economía, o todo junto, y culpan de ello a una especie de conspiración feminista internacional. Son hombres que viven en un mundo delirante en el que el feminismo ha venido a sustituir al antiguo comunismo como encarnación del mal absoluto.

Pero todo esto es sabido. Lo que yo quería recalcar aquí es otro aspecto curioso de la cuestión  que me ha saltado a la vista al releer estos mensajes. Y es que, prácticamente el 90% de estos trolls que me escriben unen a todos los insultos posibles, el de estar “subvencionada”. Es una palabra recurrente: “Puta subvencionada”, “lesbiana subvencionada”…”se te van a acabar las subvenciones” etc. Así pues me odian como feminista y lesbiana pero me odian porque están convencidos de que recibo alguna subvención por parte de alguna institución pública y eso les saca de quicio. No es lo mismo ser una feminista sin más, que una feminista que recibe dinero público.

Se que es un análisis demasiado apresurado el de este post pero no puedo por menos de asombrarme de hasta qué punto la derecha de esta país ha conseguido que la idea de recibir subvenciones haya terminado convirtiéndose en una manifestación de injusticia social, en lugar de lo contrario, que es su verdadero sentido.  En una situación en la que las personas están sufriendo de la injusticia económica más que nunca, la derecha ha conseguido que en lugar de enfadarnos con los políticos que han aprobado, proyectado y pagado aeropuertos sin aviones, o banqueros que se han autoadjudicado pensiones millonarias, la ira popular  -de derechas y de izquierdas- se concentre en las pequeñas subvenciones que puedan recibir, por ejemplo, las organizaciones sociales, sean feministas, lgtb o de cualquier otro tipo, olvidando que ese es un dinero que sale de los impuestos y que normalmente se reparte con fines redistributivos y de igualdad social. En principio las subvenciones que reciben las organizaciones sociales  -y dando por hecho que siempre pueden existir casos de fraude-  son un dinero muy controlado que el estado entrega a estas asociaciones porque se supone que cumplen una misión social que el estado considera necesaria y porque considera, además, que estas organizaciones cumplen con mayor eficacia que él  mismo. Eso sin mencionar que parte del dinero entregado a subvenciones es un dinero que los propios contribuyentes han decidido que quieren dedicar a eso, como es el caso del dinero proveniente del 0.7 del IRPF que los contribuyentes marcan con esa intención.

El odio vago o inconcreto a las subvenciones tiene que ver con los muchos años que los medios de derechas llevan cargando contra estas, de la misma manera que han hecho contra los sindicatos o los funcionarios. Han conseguido convertir en el imaginario popular la palabra “subvención” en un sinónimo de fraude, despilfarro y gasto injusto e innecesario, cuando lo cierto es que es todo lo contrario.

En el caso de los insultos de los trolls misóginos se mezclan  el odio al feminismo y a las mujeres que no ocupan los lugares subordinados que a ellos les dejaría tranquilos que ocupáramos con la idea, que debe ser para ellos intolerable, de que el estado haya dedicado medios materiales a cumplir con la exigencia constitucional de igualdad entre los sexos; es decir, con que el feminismo haya sido, en algún momento, política de estado porque eso le ha dotado de una legitimación que para ellos debe haber resultado insoportable. A estas personas les debe resultar sangrante que su misoginia no sea ya de recibo y que les haya obligado a refugiarse en el anonimato y los insultos impotentes, mientras que las leyes protegen y ayudan (aunque sabemos que aun no lo suficiente y que estamos en retroceso) a aquellas que, para ellos, son las culpables de todos sus males personales.

Me gustaría que se reflexionara sobre como hemos llegado a que el fascismo y la misoginia, como expresiones de disconformidad radical con el sistema democrático,  se hayan llegado a mezclar con un odio difuso que comienza a extenderse hacia cualquier reparto de dinero público para fines sociales y ya no en la cercanía ideológica de la extrema derecha. Todo con tal de que no se identifique a los verdaderos culpables del descalabro personal,  en  ocasiones el mismo sujeto (en los casos en los que el sujeto no es capaz de asumir los cambios igualitarios, por ejemplo, en relación con las mujeres); en muchas otras ocasiones el sistema económico unido a lo anterior. La vieja táctica de mezclar la velocidad con el tocino es tan efectiva como siempre ha sido pero me gustaría que, al menos, las personas que no son antidemócratas pensaran en el verdadero sentido de la inmensa mayoría de las subvenciones publicas.

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